Prologar una obra académica siempre representa un honor y un desafío intelectual. Muchas horas de trabajo frente al computador, sacrificar el poco tiempo destinado al ocio, a los amigos, y en especial a la familia, parecieran verse recompensados con el simple olor que desprenden los libros recién salidos de la imprenta.

Al prologuista suele pedírsele un concepto técnico en torno a la estructura, el contenido y los diversos aportes plasmados en un texto científico. Sin embargo, insisto en que los autores solemos enamorarnos de nuestra obra, como un padre de un hijo, o quizá con la pretensión inverosímil de cambiar el mundo, o simplemente como un recurso extremo para ascender a la precariedad de nuestra existencia.